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A nadie escapa que la judicialización de la vida social es cada día más patente; los ciudadanos acuden cada vez con más frecuencia a los Tribunales para solventar sus problemas, problemas que en otros casos no hubieran llegado a su conocimiento, y si bien en un Estado de Derecho es fundamental la tutela de los intereses legítimos de la ciudadanía, por órganos independientes, sin embargo el abuso que hoy se hace de la denuncia y querella es cada vez mayor. De hecho, el amparo demandado por una buena parte de los ciudadanos no siempre se solicita con fines legítimos, antes bien, en numerosos casos se acusa o se denuncia porque se quiere desprestigiar a una persona, o porque no gustan las decisiones tomadas por la autoridad, o simplemente porque se pretende un objetivo a costa de quien sea y cuando sea. Esta incriminación del todo reprobable debe ser acotada a través de los mecanismos existentes en nuestro ordenamiento jurídico, y ello porque se pone en marcha indebidamente la maquinaria judicial, con todos los efectos que genera, entre ellos una falta de seguridad jurídica en la sociedad que se ve vulnerada por el ataque de la misma a través de estos comportamientos, y porque la presunción de inocencia, es un bien indudablemente estimado que nadie debe de poner en duda gratuitamente, por su propia significación y por los efectos, tanto jurídicos como personales, que el cuestionario supone para el que sufre las consecuencias en su entorno profesional, familiar o afectivo por el ataque a su reputación, prestigio, patrimonio y modo de vida.
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