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Cuando de seres humanos se habla, la diversidad no puede traducirse en desigualdad. Sin embargo -y aunque asumido desde antiguo el principio de igualdad formal por todos los sistemas políticos y jurídicos de las modernas democracias- las condiciones para la igualdad real y efectiva de las personas no se dan. No se dan para las minorías (y no tan minorías) étnicas; no se dan para las personas con discapacidad; no se dan para las personas dependientes… y no se dan para las mujeres. Así, y por lo que a las mujeres respecta, las condiciones de igualdad real y efectiva son, en mayor o menor medida, y a pesar del reconocimiento –formal- cada vez más incondicionado de su estatus de ciudadanía, una verdadera “asignatura pendiente” incluso en aquellos Estados considerados como “modelos” de democracia avanzada. Esa desigualdad real y efectiva, fruto de siglos de condicionantes culturales, religiosos, sociales y del imperativo prácticamente universal de los valores asociados con lo masculino y el patriarcado, adquiere, hoy en día, unos tintes de vergonzante injusticia que afecta a más del cincuenta por ciento de la población de nuestras modernas y avanzadas democracias. Las mujeres víctimas de violencia de género encuentran especiales dificultades para acceder al mercado de trabajo por las carencias sociales, económicas, educativas y de cualificación laboral que, a menudo, padecen. De este modo, el desempeño de un trabajo, en tanto ejercicio de un derecho y cumplimiento de un deber –tal y como el art. 35 de la Constitución Española lo configura para los ciudadanos y ciudadanas- presenta para ellas graves obstáculos; a su vez, las dificultades de acceso al empleo impiden a estas mujeres participar en la vida económica y social del país, sustrayéndolas del ejercicio de otros derechos sociales. Todo ello las aboca, finalmente, a situaciones de marginación. Todas estas razones justifican, en efecto, una decidida intervención legislativa relativa a la faceta laboral/profesional de la mujer víctima de la violencia de género; insistimos, no sólo por la importancia del trabajo como modus vivendi, sino también por las nada desdeñables implicaciones que la actividad laboral, como circunstancia vital, tiene en el ámbito de la violencia de género, ya encadenando a la víctima a una situación de violencia preestablecida, ya dificultando su acceso a las medidas de asistencia protección, ya ambas cosas.
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