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La puesta en vigor de la Ley de Enjuiciamiento Civil vino a suponer un cambio radical en los modos y métodos de trabajo de los juristas. El nuevo proceso que instauró la Ley nada tenía que ver con los procedimientos regidos por la anterior Ley, promulgada a fines del siglo XIX.
Una reforma tan drástica crea en los usuarios una innegable inseguridad, propia de las personas que tienen que enfrentarse a nuevas situaciones partiendo, en la mayoría de los casos, de un conocimiento poco profundo de la nueva realidad que la norma ha creado.
Y ello es especialmente más trascendente en una materia como el Derecho Procesal, regida por unas reglas y plazos inamovibles y cuyo incumplimiento puede generar, incluso, la pérdida del pleito.
De ahí nace la importancia de una obra de las características de la presente, que proporciona a cualquier operador jurídico del proceso (abogado, procurador, secretario judicial o magistrado) un conocimiento, en la práctica, de los métodos adecuados para la correcta redacción de los documentos procesales, en evitación del riesgo que supone actuar en un litigio sin las adecuadas garantías de que la conducta seguida es la apropiada.
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