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El estudio del régimen económico y patrimonial de las confesiones religiosas tiene una importancia de primer orden. Basta con reparar en el hecho de que la capacidad de las entidades religiosas de adquirir y poseer bienes y de actuar en el tráfico jurídico ha ocupado, a lo largo de los siglos XIX y XX, un lugar central en la normativa estatal sobre el factor social religioso. En los últimos doscientos años esta cuestión no sólo ha suscitado arduas polémicas, sino que ha llegado a condicionar el propio devenir de las relaciones Iglesia-Estado. Quizá una de las muestras más claras de lo anterior sea, en el caso español, el polémico artículo 26 de la Constitución republicana de 1931, gran parte de cuyo contenido versaba precisamente sobre la prohibición de que las confesiones religiosas recibieran apoyo económico por parte de los poderes públicos y sobre las limitaciones a la capacidad de las órdenes religiosas de contar con un patrimonio propio y de realizar actividades como la industria, el comercio o la enseñanza. En este orden de cosas no deja de ser significativo que la Ley francesa de Separación entre las iglesias y el Estado, de 9 de diciembre de 1905, que es comúnmente aceptada como la muestra jurídica paradigmática de la laïcité à la française, dedique la mayor parte de su articulado a aspectos económicos y patrimoniales. La trascendencia del tema se ve acentuada, además, porque su carácter problemático no está ligado a un concreto sistema de relaciones Iglesia-Estado. Los dos embates más fuertes que sufre en la España decimonónica la capacidad de la Iglesia católica de adquirir y poseer bienes –la llamada desamortización de Mendizábal y la supresión del diezmo (ambas medidas de 1837)– se producen en un momento en el que Estado Español se define como confesionalmente católico 1. Es un hecho contrastado que la conflictividad del régimen económico y patrimonial de las confesiones religiosas no está exclusivamente vinculada a la política religiosa de cada momento, sino que responde a unas razones que desbordan los márgenes de la actitud del Estado ante el fenómeno religioso. Las limitaciones al derecho de las confesiones religiosas a contar con un patrimonio propio y a disponer de él hunden sus raíces en la desconfianza de la ideología liberal frente a las entidades privadas sin ánimo de lucro, por lo que no sería correcto atribuirlas únicamente a razones anticlericales. En el último cuarto del siglo XX factores como la crisis del Estado social, la revitalización del principio de subsidiaridad o la concepción de los grupos como cauces de expresión y desarrollo de la personalidad del individuo, han propiciado un repliegue de las limitaciones de la capacidad de obrar de los entes sin ánimo de lucro y han dado lugar a la aparición de un marco jurídico en el que no sólo se tutela el desarrollo de este tipo de entidades, sino que se fomenta su existencia en aquellos casos en que persiguen fines de interés general y suplen con sus actuaciones las carencias o limitaciones de los poderes públicos. El desarrollo que han alcanzado en estos últimos años los incentivos fiscales al mecenazgo constituye un claro ejemplo de las consecuencias de la afirmación precedente en el terreno jurídico. La promoción del mecenazgo tiene una importancia nada desdeñable para las confesiones religiosas, desde el momento en que son equiparadas a las entidades sin ánimo de lucro que realizan actuaciones de interés general o utilidad pública. Se abre así un nuevo abanico de posibilidades de financiación para las entidades religiosas, que viene a colocar en un segundo plano las ya caducas compensaciones económicas surgidas como consecuencia de los procesos de desamortización. Ahora, los fines religiosos son calificados como fines de interés general y se considera que el apoyo económico a las confesiones religiosas coadyuva a un pleno y efectivo reconocimiento del derecho fundamental de libertad religiosa. En este sentido es significativa
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