Por enésima vez y cuando no se han apagado todavía los ecos de las inmediatamente precedentes, han surgido de nuevo voces que con seguridad y firmeza —no inferior a la que acompañaba a las que se oían hace veinticinco años, recién estrenado nuestro régimen constitucional—, anuncian que ha llegado el momento de la reforma global de nuestro Proceso Penal con la elaboración de una Ley de Enjuiciamiento Criminal que sustituya a la vigente, tan vetusta como justamente ponderada. Ese texto normativo resulta ya en muchos puntos irreconocible por virtud de los parches y remiendos que han ido sucediéndose, no siempre armónicos, y desde luego sin la calidad original de este Cuerpo Legal alabado como pocos.
Quienes desde que iniciamos hace ya muchos años —a mediados de los ochenta— nuestra andadura profesional insertos en el proceso penal y nos hemos acostumbrado a convivir con esos permanentes anuncios, que comienzan de forma entusiasta pero que poco a poco van languideciendo hasta acabar por extinguirse o por dar a luz tan solo otra reforma parcial, no podemos sustraernos a una primera sensación de escepticismo, provocado por la experiencia de tantos intentos frustrados. Pero es necesario vencer esa primera tendencia, arrinconar ese sentimiento, y saludar con agrado esos propósitos. La Ley de Enjuiciamiento Criminal fue un texto bueno. Muy bueno. Pero ha envejecido —el tiempo no perdona: ¡tampoco a las leyes!—. Además las operaciones de cirugía a que ha sido sometido, tratando de adecentarlo y disimular el paso de los años, en general no han sido ni afortunadas ni exitosas y desentonan con la solidez y coherencia del texto inicial. Los principios constitucionales —implantados a fuerza de pronunciamientos jurisprudenciales—, las exigencias de las nuevas tecnologías o nuevas formas de delincuencia, la tendencia a la homogeneización internacional de modelos procesales, la necesidad de afrontar derechamente problemas no satisfactoriamente resueltos, como el de la doble instancia y su coordinación con la inmediación, entre otros muchos factores hacen ya inaplazable ese nuevo Código Procesal Penal. Parece que ya han empezado los primeros trabajos y aproximaciones para su elaboración.
Es esa una buena coyuntura para estudios que reflexionen con profundidad sobre viejas instituciones del proceso penal para adentrarse en sus naturaleza y fundamento y extraer consecuencias y propuestas de reforma y enfoque de enorme interés en ese trance. Eso es lo que hace la autora de la monografía que el lector tiene en sus manos con los artículos de previo pronunciamiento, ese clásico tratamiento de las cuestiones previas en el proceso penal. El análisis lúcido y riguroso de su regulación legal deriva en convincentes propuestas de reforma —a veces recogiendo las apuntadas por otros autores, otras con matices o con abierta originalidad— que suponen una aportación que no puede ser desdeñada en momentos de reforma.
Los artículos de previo pronunciamiento constituyen un mecanismo para depurar antes del juicio oral todos aquellos defectos que podrían impedir la válida configuración de la relación jurídico-procesal o los obstáculos procesales que impedirían un pronunciamiento de fondo. Están al servicio del que ha sido denominado principio de saneamiento, o, con expresiones más plásticas de inmaculación o higienización del proceso. A través de ese cauce se eluden los perniciosos resultados de una absolución en la instancia que acarrearía la entrada en el juicio oral con la falta de alguno de los presupuestos procesales.
Desde esa perspectiva el listado cerrado de la vigente Ley de Enjuiciamiento Criminal, como pone de manifiesto la lectura de esta obra, resulta excesivamente cicatero y es necesario su ensanchamiento para dar cabida, al hilo de una jurisprudencia que es igualmente objeto de exposición en estas páginas, a otras cuestiones que reclaman un tratamiento procesal. Singularmente es predicable ello de la nulidad y de la ilicitud probatoria. También en esta materia la visión de la ley ha sido ampliamente desbordada y es indispensable un replanteamiento. Algunas de las cuestiones incluidas en el art. 666, por su formulación o por la normativa posterior suponen ya solo un vestigio histórico y se echa de menos otras.
María Luisa García Torres en esta cuidada obra de investigación se somete a la disciplina del orden metódico ideado por la prodigiosa cabeza de ese gran procesalista que fue GUASP. Se supera con holgura el reto de ajustarse a esa sistemática que es garantía de exhaustividad y de tratamiento de todos y cada uno de los problemas y temas, aunque ello provoque a veces naturales desigualdades de extensión en los epígrafes. En efecto: la autora no elude ninguna de las ramificaciones —abundantes y frondosas— en que se desmiembra el discurso principal. La lectura del variopinto y heterogéneo listado del art. 666 de la Ley Procesal penal, incrementado por la jurisprudencia, pone de manifiesto la riqueza de contenidos que se presentan muchas veces con auténtica encrucijada y punto de contacto de puntos penales y procesales, sustantivos y adjetivos. Ninguno de ellos es omitido o despreciado, ofreciéndose así un estudio muy completo. Las abundantes referencias jurisprudenciales y doctrinales —las abultadas notas bibliográfica y jurisprudencial que cierran la obra son buena muestra de ello— nos hablan de la exhaustividad que caracteriza el trabajo. Se dibuja un mapa completo de la institución de los artículos de previo pronunciamiento. Rigor argumentativo y exhaustividad son los dos caracteres más destacables de esta obra. No quiero por ello cerrar estas líneas de presentación sin plasmar mi agradecimiento por la gentileza de la autora al solicitarme este prólogo y permitirme de esa forma unir mi nombre a este trabajo.