La descentralización del gasto público en España ha sido extraordinaria en los últimos veinticinco años. Hoy somos uno de los países del mundo con un mayor porcentaje de gasto bajo la responsabilidad directa de los gobiernos subcentrales. Como es bien sabido, esta transformación viene explicada, casi en exclusiva, por la consolidación del nivel autonómico de gobierno: las corporaciones locales apenas sí han incrementado su participación en la gestión del gasto público total. No obstante, como suele ocurrir en la experiencia comparada, ha existido una asincronía en el ritmo al que se ha abordado el cambio en los dos lados del presupuesto en las Comunidades Autónomas (CCAA) de régimen común.

Es verdad que ha habido sucesivos avances respecto a los primeros años ochenta y que en todos los procesos de revisión del sistema de financiación común se ha intentado profundizar en las posibilidades legales. Pero la descentralización por el lado de los ingresos no es equiparable en intensidad a la descentralización del gasto ni, sobre todo, las CCAA han utilizado al máximo su autonomía tributaria. Porque es evidente la existencia de una asimetría entre la explotación del margen de actuación en el ámbito del gasto y de la gestión de los servicios públicos y el limitado recurso a la autonomía para obtener mayores ingresos, incluso en momentos de quejas generalizadas entre los gobiernos autonómicos sobre una insuficiencia financiera global.