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Colección: Biblioteca de Filosofía del derecho
Todos los argumentos que se emplean para impugnar la democracia, parten de una misma raíz: la supuesta necesidad del prejuicio y el engaño para reprimir la natural turbulencia de las pasiones humanas. Sin la admisión previa de tal premisa, aquellos argumentos no podrían sostenerse un momento. Nuestra respuesta inmediata y directa podría ser ésta: "¿Son acaso los reyes y señores esencial-mente mejores y más juiciosos que sus humildes súbditos? ¿Puede haber alguna base sólida de distinción, excepto lo que se funda en el mérito personal? ¿No son los hombres objetiva y estrictamente iguales, salvo en aquello en que los distinguen sus cualidades particulares e inalterables?" A lo cual nuestros contrincantes podrán replicar a su vez: "Tal sería efectivamente el orden de la razón y de la verdad absoluta, pero la felicidad colectiva requiere el establecimiento de distinciones artificiales. Sin la amenaza y el engaño no podría reprimirse la violencia de las pasiones".
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