Este luminoso ensayo se ha convertido en uno de los estudios clásicos sobre aquella «ciudad de genios» de finales del siglo XIX, ya un espléndido paradigma de investigación: la llamada «Viena fin-de-siglo» o «Viena 1900», escenario de la decadencia de toda una cultura, que era también una forma de vida, y del resurgir genial de otras. Desde su primera edición hace más de medio siglo, sus autores, Allan Janik y Stephen Toulmin, lograron el principal de sus objetivos, por entonces pionero y que ya podemos calificar de histórico, un auténtico giro en la interpretación de la obra de Ludwig Wittgenstein: alejar al filósofo de la tranquilizadora uniformidad de dos ilustres centros de influencia (el Círculo de Viena y los claustros de Cambridge y Oxford) y de las férreas etiquetas del positivismo lógico y el empirismo, para rastrear su escurridiza genialidad, que aún nos interpela, en la ciudad que lo viera nacer en 1889: aquella Viena que si llegó a ser lo que fue lo hizo gracias a Freud, Weininger, Kraus, Wagner, Loos, Mach, Boltzmann, Bahr, Broch, Altenberg, Schnitzler, Hofmannsthal, Bruckner, Mahler, Schönberg, Klimt, Schiele, Kokoschka…, pero también a Wittgenstein. Y es la indagación en ese humus compartido por modernos críticos, como el legendario editor de Die Fackel o el arquitecto de la Looshaus, y del modo en que puede iluminar el cimiento ético-estético del futuro autor del Tractatus logico-philosophicus, lo que se ejecuta antológicamente en este libro, sin que tamaño ejercicio de clarificación deba convertirse en un nuevo cajón estanco. En este sentido, y como advierte Isidoro Reguera —experto en la obra del filósofo vienés y uno de sus principales traductores—, conviene admirar el dibujo maestro que aquí se hace de un paisaje intelectual y cultural no para diluir en él a Wittgenstein, sino para resaltar aún más su figura desde su trasfondo.